Todos tenemos un frasquito

Algunos lo cargamos en el pecho, o en la mente, o lo dejamos en una repisa cuando no queremos aceptarlo. Nos arrepentimos al perderlo.

Algunos lo cargamos en el pecho, o en la mente, o lo dejamos en una repisa cuando no queremos aceptarlo. Nos arrepentimos al perderlo. 

Nacemos con un frasquito, pequeño, que llevamos adentro nuestro. Este frasquito está lleno de una sustancia que nadie puede explicar. Todos, absolutamente todos lo tenemos y nunca sabemos cuándo se nos va a vaciar. Algunos puede ser que se mueran teniendo un poco. Afortunados ellos. A otros, se les perderá en cuestión de una o dos décadas.

Existen ciertas sensaciones únicas en su ser. Sensaciones que dicen, que hablan, y que no son más que tu propio cuerpo advirtiéndote.

Cursábamos el noveno grado. Recuerdo que caía la lluvia fuerte, esa que silencia los pensamientos y te permite decir estupideces con el compañero de a la par—qué guapa que está Sole o ¡mirá! El viento le levantó la enagua a Andre—sin que la profesora te regañe. El cielo gris indicaba que era agosto, tal vez octubre.

En una esquina estaba Mónica, la chica que me gustaba y yo la veía con cara de imbécil que hasta años después aprendí a esconder. En otra, estaba José Andrés, amigo de muchas aventuras y desventuras, concentrado en sus libros. Federico se sentaba al final y el techo encima de él estaba cubierto de esas pequeñas balas de papel y saliva. Los lapiceros BIC eran ideales para dicha labor. Todos esperando con ansias el último recreo, aunque fuera salir a estar sentados juntos, igual que en el aula.

De repente, entró Wendy, quien era nuestra jefe de estudios. Siempre me pregunto cuándo dejan los profesores de ser profesores y se convierten en padres sustitutos. Ella era una mujer hermosa y determinada. Inteligente y valiente. Después de todo, era profesora de colegio. Pero ese día andaba diferente. Esa expresión era de madre. Cerró la puerta y nos dijo que no saldríamos al receso. En cambio, vendrían el director y el subdirector de secundaria.

Volvió esa sensación de la que hablaba.

La clase se silenció. Como buenos adolescentes, a sus interiores, cada uno de mis compañeros se preguntó: “ahora, ¿qué hice?” Yo también me lo pregunté, aunque en el colegio era más inofensivo que un petardo aguado. Sin embargo, la paranoia colectiva me absorbió. Tal vez algo dije. O alguien insulté. Tal vez me agarraron ayudándole a todos en el examen.

Ella nos ofreció, atentamente, que el o la que supiera de lo que se iba a discutir a continuación se levantara y fuera con ella. De nuevo, esa fuerza unificadora, en la valentía o en la cobardía, que ha definido a los pueblos por tanto tiempo, prohibió que el futuro malhechor se levantara. Le vi la cara de decepción a Wendy. ¿Qué diablos pasaba?

Poco a poco me fui dando cuenta que las preguntas que pasaban por mi mente no eran injustificadas. Iban alentadas por esa sensación tan extraña.

Entraron ellos y mi corazón se aceleró, aún sin haber hecho nada. Tal vez ser cómplice de alguna cosa que haya visto, algo que no haya detenido, lo que fuera, me incriminaría. Culpable por omisión. Estaban serios, más serios de lo usual. También, habían dejado de ser profesores.

“Sólo vamos a preguntar si saben o no de del porqué estamos aquí cuando deberían estar en recreo.” Dijo don Óscar, quien era el subdirector. No dieron rodeos. Y así fue. Como la inquisición, preguntando persona por persona si sabían de qué hablaban, disparaban:

“¿Sabe o no?”

“No, no sé.”

Llegaron a mí, vi hacia arriba, ellos hacia abajo. Les dije de una que no sabía. Siguieron. Persona por persona, fueron preguntando y yo, curioso, volví a ver. Aunque uno sabe cuándo una persona miente, en ese momento, no quería aceptar si estaba mintiendo. Escogí distraerme. Tomé un libro de matemática y me puse a terminar una tarea que teníamos pendiente de entregar el día siguiente. Me refugié en los números, en las ecuaciones y polinomios. Son tan nobles, los números, que no mienten.

Claudio, un compañero, se volvió y me dijo: “¿qué hacés?”

“Tengo que pasar el tiempo.” Pasó rápido. Al finalizar su interrogación, los dos se pusieron al frente.

“Entonces, ¿nadie sabe?” Decepcionados. Silenciosos. Yo esperaba gritos, furia, caos. No ese silencio. Fue más el impacto de no escuchar ruido alguno más que las gotas, que cualquier otra cagada que hubiéramos hecho.

Volvió esa sensación extraña.

Hay ciertas expresiones, aquellas que ya no tienen lucha, que indican que no importa cuánto tiempo hayan indagado, no encontraron nada. Ahí fueron padres. Y fueron padres que rindieron ante la rebeldía de una generación.

“De acuerdo. Es así. Nadie sabe nada.” Dijo el director.

Nos dejaron ir al receso. Luego a la casa.

Pero las voces son más rápidas que cualquier investigación. El chisme es más peligroso que un director preguntándote a la cara. Tan sólo un día después supe: habían robado la pistola del guarda.

Un crimen pesado que no me trajo una sensación como aquella.

Fue una semana después que esa maldita sensación volvió. Me desperté un miércoles al caos en mi casa. Se había suicidado un compañero de clases. Subió a su cuarto y se disparó.

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Así quedan muchos, olvidados en la despensa de quién sabe quien. Botellas de vino, frascos, terminan siendo lo mismo

Volvió, es esa combinación extraña de frío afuera y calor, nervios y pánico por dentro. ¿Se acuerdan del frasquito? Todos nacemos con un frasquito lleno de inocencia y esa es la sensación que uno tiene cuando el frasquito se vacía un poco más.

Author: Bernardo Montes de Oca

Escribo de este mundo. Aunque es cansado.

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